El espectro evanescente del miedo, ubicuo, polimorfo, camaleónico, invadiendo cada mente megalómana de uno u otro bando. Dilema dialéctico que solo desencadena los peores espíritus, que presuponen el terror de mañana. Los sicópatas nunca pasan de moda, siempre ejercerán un hipnótico poder sobre los tibios, sobre los despechados, sobre los cobardes. Subliman al criminal en potencia, energizan al lábil y lo impulsan a la realización de la fantasía de destrucción del objeto frustrante.
Transfiguran, de alguna manera torcida y cruel, el defecto en virtud, solo con la secreta esperanza de insuflar sus vidas con algún significado. Cualquier significado.
Es el miedo la fuerza dominante en estos días, el miedo a perder los pequeños espacios de poder, poder entendido como la mera posibilidad de modificar, aunque no sea significativamente nuestro entorno. El miedo a perder las pertenencias, la pertenencia a un grupo o clase social, a perder el espacio cerrado, vallado y amurallado de los afectos. El miedo invade las expectativas, anula la iniciativa y encadena la imaginación. El miedo se pierde en conjeturas vacías acerca de las posibles perdidas. La perdida es la madre del miedo.
Los nuevos y paupérrimos iconos de la comunicación masiva son los movileros, seres que, movidos por un inmenso terror a “quedar afuera”, provocan la reacción indignada o temerosa de gente ansiosa de un instante de notoriedad en el medio de sus mediocres y tristes vidas.
Cada factor de poder explota el miedo como eternizador del status quo, el miedo disparador de mecanismos de dominación que los perversos asumen como actos complejos que sirven para mantener la jerarquía de dominio en el ámbito de su comunidad.
La ansiedad del despojo actúa como un intenso astringente sobre los anhelos de los jóvenes, que solo asisten a la propia e insignificada entrega de diplomas de la estupidez mediatizada. El miedo a la desposesion, en una juventud privada de anhelo profundo de cambios, solo seducida por la capacidad de ejercer poder a traves de la posesión de símbolos de riqueza. Cabria preguntarse que mecanismos profundos han cambiado en el lapso de veinte años como para que el paradigma de realización haya transferido su peso hacia la sola demostración de los símbolos. Quizas todo se trata de una regresión al estado prelogico en el que la sola exhibición de ferocidad alcanzaba para acreditar efectivamente ferocidad.
La cosa ha desplazado al objeto, la cosa en su sentido mas palpable y brilloso, la cosa como apropiable con ambas manos, la cosa como atesoramiento del ser. Sin la cosa no se es. Este mecanismo, consecuencia deseada o no deseada del terror a la perdida, ha desencadenado una serie de eventos de difícil mensura en cuanto a sus alcances, no solo por la profundidad en que esta impresa en el inconsciente colectivo, sino por la extensión en que se manifiesta. Y esto es en casi cada una de las manifestaciones de lo diario, de lo cotidiano. La preservación de lo “propio” adquiere proporciones míticas. La preservación del microentorno familiar adquiere complicados rituales que abrevan en el vinculo con lo telúrico y en patriarcal, pero trasladando el objeto al vinculo familiar. La sobrevaloracion del vinculo de familia, por encima del vinculo social, ha vinculado aun mas al sujeto con la cosa, porque la cosa es lo que ha logrado la familia, el padre, y esa cosa debe ser preservada de toda agresión, de todo ataque. El miedo a perderlo “todo”, motoriza conductas de aglutinamiento familiar que desmovilizan a una juventud otrora progresista y hoy profundamente reaccionaria.
Marx interpretaba que el proletariado era una fuerza profundamente revolucionaria porque “no tenia nada que perder”.
La desmotivación del joven como fuerza de cambio social, es consecuencia directa del miedo. El miedo es la fuerza mas poderosa que se ha instalado como motivador de conducta. Miedo instigado, además, por el propio mercadeo mediatico de venta de noticias. La venta del asedio, la venta del amurallamiento como conducta obligada, ha desatado fuerzas profundamente regresivas en el subconsciente colectivo. No se trata de estigmatizar a la clase media como “miedosa” de perder sus “cosas”, sino de una conducta que es abarcativa aun de las clases mas desposeídas. Esas mismas masas desposeídas, son “propietarias”, o aspiran a serlo y como tales se asumen guardianes celosos de su “cosa”. Esta puede estar compuesta por una pila de plásticos o botellas que a ojos menos entrenados pueden ser confundidas con lisa y llana basura, pero que constituyen un recurso susceptible de ser mensurable,y finalmente atesorable.
Es, en estos desposeídos, el terror a la perdida, mas paralizante que lo que uno supondría en personas que no tienen “mucho” para perder. La defensa de la pila de desperdicios que da sustento a esta clase es, por mucho, visceral y desprovista del elemento aglutinador mítico “familiar” que sustenta la defensa de lo propio por parte de la clase media.
La economía del miedo ha desarrollado industrias, no solo las vinculadas a la venta de una supuesta seguridad, sino un complejo entramado de tecnologías.
El terror es la manifestación colectiva del miedo, exasperada desde un grupo hacia otro. Esa forma de expresión del miedo no es la que nos preocupa en este escrito, porque excede lo personal y se instala en lo institucional. Disparando respuestas institucionales que lejos están de los mecanismos que apestilla el miedo a la perdida.
Es el miedo particular a la perdida, a la perdida personal el gran desmovilizador de la sociedad actual, motorizado desde la venta de modelos arquetipicos en los medios, a través de la publicidad, a través de las ficciones que recogen la imagineria popular en iconos “familieros”, hasta la aterrorizacion inducida desde el noticiero, que la propia realidad, consistente siempre en producir su propia e inalterable dosis de truculencia, se encarga de difundir hasta el hartazgo de la multiplicación infinita del eco multimedia.
Una sociedad amedrentada no es una sociedad libre. La cobardía social que aquilata la clase media acomodada argentina, evidencia un quietismo y mediocridad que solo puede conducir a una depleción del reservorio intelectual donde abrevaran las futuras camadas de lideres y profesionales.
Transfiguran, de alguna manera torcida y cruel, el defecto en virtud, solo con la secreta esperanza de insuflar sus vidas con algún significado. Cualquier significado.
Es el miedo la fuerza dominante en estos días, el miedo a perder los pequeños espacios de poder, poder entendido como la mera posibilidad de modificar, aunque no sea significativamente nuestro entorno. El miedo a perder las pertenencias, la pertenencia a un grupo o clase social, a perder el espacio cerrado, vallado y amurallado de los afectos. El miedo invade las expectativas, anula la iniciativa y encadena la imaginación. El miedo se pierde en conjeturas vacías acerca de las posibles perdidas. La perdida es la madre del miedo.
Los nuevos y paupérrimos iconos de la comunicación masiva son los movileros, seres que, movidos por un inmenso terror a “quedar afuera”, provocan la reacción indignada o temerosa de gente ansiosa de un instante de notoriedad en el medio de sus mediocres y tristes vidas.
Cada factor de poder explota el miedo como eternizador del status quo, el miedo disparador de mecanismos de dominación que los perversos asumen como actos complejos que sirven para mantener la jerarquía de dominio en el ámbito de su comunidad.
La ansiedad del despojo actúa como un intenso astringente sobre los anhelos de los jóvenes, que solo asisten a la propia e insignificada entrega de diplomas de la estupidez mediatizada. El miedo a la desposesion, en una juventud privada de anhelo profundo de cambios, solo seducida por la capacidad de ejercer poder a traves de la posesión de símbolos de riqueza. Cabria preguntarse que mecanismos profundos han cambiado en el lapso de veinte años como para que el paradigma de realización haya transferido su peso hacia la sola demostración de los símbolos. Quizas todo se trata de una regresión al estado prelogico en el que la sola exhibición de ferocidad alcanzaba para acreditar efectivamente ferocidad.
La cosa ha desplazado al objeto, la cosa en su sentido mas palpable y brilloso, la cosa como apropiable con ambas manos, la cosa como atesoramiento del ser. Sin la cosa no se es. Este mecanismo, consecuencia deseada o no deseada del terror a la perdida, ha desencadenado una serie de eventos de difícil mensura en cuanto a sus alcances, no solo por la profundidad en que esta impresa en el inconsciente colectivo, sino por la extensión en que se manifiesta. Y esto es en casi cada una de las manifestaciones de lo diario, de lo cotidiano. La preservación de lo “propio” adquiere proporciones míticas. La preservación del microentorno familiar adquiere complicados rituales que abrevan en el vinculo con lo telúrico y en patriarcal, pero trasladando el objeto al vinculo familiar. La sobrevaloracion del vinculo de familia, por encima del vinculo social, ha vinculado aun mas al sujeto con la cosa, porque la cosa es lo que ha logrado la familia, el padre, y esa cosa debe ser preservada de toda agresión, de todo ataque. El miedo a perderlo “todo”, motoriza conductas de aglutinamiento familiar que desmovilizan a una juventud otrora progresista y hoy profundamente reaccionaria.
Marx interpretaba que el proletariado era una fuerza profundamente revolucionaria porque “no tenia nada que perder”.
La desmotivación del joven como fuerza de cambio social, es consecuencia directa del miedo. El miedo es la fuerza mas poderosa que se ha instalado como motivador de conducta. Miedo instigado, además, por el propio mercadeo mediatico de venta de noticias. La venta del asedio, la venta del amurallamiento como conducta obligada, ha desatado fuerzas profundamente regresivas en el subconsciente colectivo. No se trata de estigmatizar a la clase media como “miedosa” de perder sus “cosas”, sino de una conducta que es abarcativa aun de las clases mas desposeídas. Esas mismas masas desposeídas, son “propietarias”, o aspiran a serlo y como tales se asumen guardianes celosos de su “cosa”. Esta puede estar compuesta por una pila de plásticos o botellas que a ojos menos entrenados pueden ser confundidas con lisa y llana basura, pero que constituyen un recurso susceptible de ser mensurable,y finalmente atesorable.
Es, en estos desposeídos, el terror a la perdida, mas paralizante que lo que uno supondría en personas que no tienen “mucho” para perder. La defensa de la pila de desperdicios que da sustento a esta clase es, por mucho, visceral y desprovista del elemento aglutinador mítico “familiar” que sustenta la defensa de lo propio por parte de la clase media.
La economía del miedo ha desarrollado industrias, no solo las vinculadas a la venta de una supuesta seguridad, sino un complejo entramado de tecnologías.
El terror es la manifestación colectiva del miedo, exasperada desde un grupo hacia otro. Esa forma de expresión del miedo no es la que nos preocupa en este escrito, porque excede lo personal y se instala en lo institucional. Disparando respuestas institucionales que lejos están de los mecanismos que apestilla el miedo a la perdida.
Es el miedo particular a la perdida, a la perdida personal el gran desmovilizador de la sociedad actual, motorizado desde la venta de modelos arquetipicos en los medios, a través de la publicidad, a través de las ficciones que recogen la imagineria popular en iconos “familieros”, hasta la aterrorizacion inducida desde el noticiero, que la propia realidad, consistente siempre en producir su propia e inalterable dosis de truculencia, se encarga de difundir hasta el hartazgo de la multiplicación infinita del eco multimedia.
Una sociedad amedrentada no es una sociedad libre. La cobardía social que aquilata la clase media acomodada argentina, evidencia un quietismo y mediocridad que solo puede conducir a una depleción del reservorio intelectual donde abrevaran las futuras camadas de lideres y profesionales.