La vida humana esta hecha solo de tiempo, y la única formula para enfrentar los problemas que nos genera el conocer nuestra propia finitud es el desapego, pues libera de muchos miedos.
Hoy es difícil encontrar en Buenos Aires esos rincones, esos espacios donde la gente iba a distenderse, a encontrarse con alguien, a trascurrir el tiempo, dejando que este se pierda mirando a los desconocidos, ensoñandos en fantasías de riquezas o de amores. La calle se ha vuelto miedo. La seguridad fue derruida a martillazos propinados por el antiguo y atávico miedo a perder las posesiones, a fuerza de convencerse de que irremediablemente serán robados los niños o violadas las mujeres. Lo que fue concebido como una cuadricula ordenada se ha transformado en un laberinto de callejas que aunque rectas y perpendiculares entre si, dejan una sensación de intrincamiento y desazón.
Momentos irrepetibles de toboganes, sube y bajas y hamacas, olvidados tras ubicuas rejas que parecen rodearlo todo, encajonando los sonidos evanescentes en la tenue trama de la memoria.
Buenos Aires deja su alma, irremediable, en el limbo de la inseguridad y el abandono. Supeditada a los prestigios de tiempos pasados, en un país que no deja de mirar atrás.
Mira compulsivamente atrás, como si el agobio de la conjetura la obligara a situarse en el pasado mítico en el que todo era mejor, mas rico o mas simple. Y ahí nos quedamos...sin tiempo que perder.