Ese sábado amaneció gris. El postigo de la ventana de la habitación de mi abuela que daba a la terraza, dejaba pasar una luz gris, que no dejaba sombra, que no dejaba huella. Eso me indicó que el camino era bajar hacia el comedor, donde una mesa de madera oscura reinaba entre dos muebles que atesoraban vajilla que sólo se usaba en las grandes ocasiones. El cristalero me asombraba en su inmensa capacidad para generar increíbles brillos irisados y reflejos imposibles. Sin embargo, no fui a refugiarme bajo la mesa, ni a la calidez de la cocina en la que siempre algo se cocinaba con efusivos y familiares olores. El comedor estaba algunos centímetros bajo el nivel de la calle, unos dos escalones separaban el hall de entrada de ese acogedor recinto. Sobre la derecha una extraña habitación, oscura, sin ventanas, de un predominante color borravino sobre todas las cosas, un horrible cuadro chino de terciopelo rojo presidia una de las paredes. Otro no menos horrible cuadro del mismo material aterciopelado, pero de color azul, se ensañaba en otra de las paredes. Pero en la pared del fondo, a la derecha, escondida casi en un recodo que formaba la escalera que llevaba a los dormitorios, una pequeña biblioteca olvidada, contenía unos pocos libros, quizás una docena o algo mas. Siempre curioso, comencé tocando suavemente los raidos y carcomidos lomos, algunos tenían los hilos con los que estaban cosidos a la vista, casi como mostrando sus entrañas. Uno solo de ellos tenía perfecto el lomo, amarillo, brilloso, me invitó a extraerlo, todavía era muy pequeño para haber desarrollado ese movimiento con el índice que inclina el libro en un ángulo lo suficientemente inclinado como para extraerlo de la hilera. Sin embargo se deslizo entre los otros ejemplares sin esfuerzo, como buscando ser leído. La imagen del caballo casi desbocado, montado por un joven casi enloquecido, de mirada furiosa y al mismo tiempo completamente enfocada. En mi, quizás en algún punto completamente oculto pero definitivamente me miraba a mí.
El libro, al ser abierto, produjo un chasquido, un crujido, las tapas duras y el papel se conjugaron para generar un efecto crepitante que en un primer momento temí fuera la definitiva rotura de la perfecta unión de las tapas. El aroma del papel, denso y mezclado con un dejo suave de humedad, que inevitablemente en el futuro, evocaría en mi el placer por la lectura, me rodeo por entero, podía sentirlo en toda la habitación, podía sentirlo, incluso, con las yemas de los dedos.
Los tipos redondeados se dejaban leer con facilidad, las palabras se convertían en líneas y estas en parágrafos y páginas enteras se deslizaban bajo mis ávidos ojos, rápidamente, casi tan rápido como podía pensar y al mismo tiempo imaginar, algo cinemáticamente, un medioevo fantasmagórico y sorprendente.
Pronto, la inconclusa historia me dejaría famélico de mas, ansioso de aventuras y con la imaginación excitada. Sin embargo, tras la violencia del relato, de la historia, descubrí la palabra, el ritmo de la palabra iterada en metáforas, en sinestesias, en armonías y melodías, trazos y pinceladas.
Seis años, recién cumplidos, en un verano especialmente caluroso y húmedo, el mayo francés todavía reverberaba, como un eco lejano, en La Razon Sexta, que papa compraba y traía todas las noches bajo el brazo. Habia leído, verdaderamente leído, mi primer libro, El príncipe Valiente, de la Coleccion Robin Hood.