Monday, September 21, 2015

Enemistrionicidades varias o lo que sea que sea.

El enemigo, hoy denodada y públicamente expuesto, argumento de mil batallas y escarnios, ya se encontraba en el imaginario de esa entelequia que, desde el siglo 19, venia incubándose aun en los rincones más inesperados del pensamiento argentino, aun en lo que uno podría imaginar en las antípodas del que nos atormenta en estos días, que se avizoran ominosos, previos a algún desastre, a alguna calamidad. El enemigo, el amigo y esas categorías intermedias, hoy extintas o fosilizadas en algunos recuerdos generosos y muchas veces cuidadosamente ocultos de la mirada escrutadora de los amigos militantes, de una u otra herejía, pues es eso, para el otro, siempre. El enemigo, ya no es otro, es siempre algo menos, menos que humano, menos que el recuerdo, que el amor compartido o las horas fumadas ardorosamente en adolescencias o juventudes sin el anatema de la inapelable infalibilidad de la certeza. El enemigo se torna informe, deforme, amorfo, prescindible en la vitalidad cotidiana e imprescindible a la hora de establecer el límite de la ajenidad tribal. Somos tribus, urbanas, suburbanas, estatales, paraestatales, futboleras, provincianas, a veces promiscuas entre si, a veces mortalmente enfrentadas, siempre demarcando parcelas de realidad. La enemistad define, y marca los confines de la argentinidad de la última década. Los emergentes siempre marcan un rumbo, aun sin ser conscientes de ello, los enojados sin remedio, los marginales, los que viven en carne viva, todos ellos, a su manera, deshojan una violencia sectorial, lastimera, irrefrenable, que traspasa su yo y corrige su desequilibrio en un baño de violencia que, muchas veces, termina en las tapas de los diarios, o por lo menos en la sección policiales. Un derrame claro de violencia feroz, prohijada desde la concepción estatal de la autoridad. Policías bárbaras, feroces, descomunalmente hipócritas, fuerzas de seguridad con un sesgo nazi, jueces y fiscales que declaman en los claustros una infinita comprensión al delincuente y en la oscuridad de sus despachos trasmuta su ser en un feroz y siniestro cortacabezas inquisitorial, usando los términos más peyorativos que puedan imaginar, a suerte de mantras protectores que los alejen de esos, los enojados, los quejosos, los insatisfechos, los violentos, los vivachos y los hijos de puta que amargan la vida al prójimo. La violencia vacía que parece haber desbordado la imaginería literaria hacia la realidad más sencilla, enarbola últimamente una inexplicable truculencia y sádica minuciosidad, desde la multitud de adolescentes que aparecen, no solo muertas, sino deshumanizadas, desmembradas, desgarradas en su más íntima proyección como personas, hasta las aún más inexplicables víctimas de robos que terminan muertos, sin explicación, solo una inconcebible bala en el pecho, en la cabeza, en la humanidad, que acaba con ambas humanidades, victima y victimario. El enemigo, está definido en base a un recuerdo vagamente adolescente o juvenil, delineado con severos toques de injusta y basta traza de brocha gorda, arrojando al vacío del odio a todo aquel que ese imaginario colecticio, sugiere como ajeno al palo. Aun cuando se ejerza un riguroso acto de memoria eidética, muchos de los definidos como amigos, jamás hubieran sido siquiera considerados siquiera conocidos, en otras épocas. Simétricamente, muchos de los hoy delineados como enemigo, jamás hubieran sido siquiera mirados con antipatía, sino con esa mirada que se les reserva a los amigos coléricos, a los díscolos, a los rebeldes, una mezcla de simpatía y amable reproche, lejos del escarnio, negación y amputación del recuerdo que se propina desde la mas cerril de las posturas. De un lado y del otro, simetría perfecta.