Tuesday, October 12, 2010

El recluta

La prueba final sobrevendría con el desencantamiento, es en ese instante fundamental que no pocos se rendían a la evidencia de la futilidad del esfuerzo por hacer entender, por enseñar el camino. Ahmed cavilaba, con los ojos entrecerrados por el humo del cigarrillo, humo que tragaba con fuerza y exhalaba con levedad, casi delicadamente.

Hussein revolvía el dulce te espumoso y concentraba su furia en una burbuja en particular, una que le parecía demasiado judía o francesa. Exhalaba un aroma a comino, picante y sutil a la vez, se debía un baño, pensaba con lógica occidental. Aparto el pensamiento con un ademán como quien espanta una mosca molesta e insidiosa. Sabía, se sentía más limpio que casi cualquier persona que conocía. Hacia sus abluciones puntualmente, cada día enjuagaba sus pies antes de rezar en la mezquita. Bisalah. Y repetía sin cesar la cadencia del verso coranico, que sonaba incesante en su mente. Bismilah. Aun cuando escuchaba en su barrio el llamado del Muazin, extrañaba el eco de los miles de minaretes de Kerbala. Pensó en su padre, vegetando en el shuk y el camino a la gloria eterna, imbricado en la vera misma de dios, de sus manjares y placeres. Todo aquello que estaba vedado en este mundo, en el siguiente no solo estaba permitido sino era deseable.

No tenia demasiados recuerdos, una masa informes de imágenes desconectadas se mezclaban aleatoriamente cada pocos segundos, lo que debería ser una secuencia mas o menos lógica de recuerdos no solidificaba en algo inteligible. Solo la voz del Imam y su vara azotándolo cada vez que se equivocaba en la entonación de las suras. Solo alguna vez su madre aparecía en el sopor de la memoria. Solo alguna vez su dulce voz acallaba el permanente martilleo que le propinaban día a día en la madrasa. Martilleo sincopado con golpizas que diseñaban su red neuronal, establecían las conexiones en su cerebro, silenciaban para siempre zonas enteras y  estimulaban otras hasta el paroxismo. El temor constante era una de las zonas que estaba excitada todo el tiempo, el temor al otro, al extraño, al kuffar.

Miraba la raída pared con perfecta y ecuánime estupidez, sin percibir cabalmente que su frágil mente era cincelada, para malévola satisfacción de su Imam, en una maquina de odiar.

Hussein creía que era un soldado de Ala, se regodeaba en interminables y sudorosas noches conteniendo sus inquietas manos que buscaban su entrepierna, como lo habían hecho las secas manos de su maestro, Yehia Al Bisawi, cuando solo tenia ocho años, cuatro meses y seis días de edad.

Ahmed contaba con el desencantamiento, contaba con la desesperación, y también contaba con el ansia de normalidad que inevitablemente surgía en cada recluta. Amaso el cigarrillo con las yemas de los dedos amarillentos de nicotina y miro concentradamente la brasa que estaba a punto de desprenderse. Aspiro con fuerza y comenzó a hablar, el aire que salía estaba impregnado del humo del cigarrillo, como una bocanada luciferina y grotesca. Pero era completamente efectivo, necesitaba imprimir en Hussein el temor de dios y lo lograba recurriendo a viejos trucos que no hubieran impresionado a un niño occidental de nueve años. No, ellos estaban blindados para la mas extrema violencia, pero no a los simples trucos de un prestidigitador que envolvía la escena en simple humo de cigarrillos o la mímica de secreto que los encantaba.

Ahmed Yasin al Dura estaba acostumbrado a estar largos periodos de tiempo con las rodillas recogidas, cruzadas bajo su leve humanidad, pequeño y enjuto, seco y correoso, pero emanaba de el una enorme energía. Su frente estaba surcada por una profunda arruga vertical, producto de décadas de reconcentrada furia y ensayado enojo.

Ahmed era un hombre sin ambiciones personales, no ambicionaba dinero, no ambicionaba fama y ni siquiera quería destacar, solo quería demoler al Satán, correrlo a palos y que su Imam decidiera por el cual seria el mejor de los mundos. 

Mientras se lavaba los pies, no pensaba, entraba en un trance agradable, en el que se esfumaba el enojo, la furia, por pocos instantes sentía la unidad por dentro y por fuera, deliraba unánimemente. Ni siquiera se preguntaba como era posible que no percibieran la grandeza absoluta de dios, o sus perfectas enseñanzas. Era evidente que las certezas sobre la que construía su sencilla vida se repetían día a día con invariable ritmo de oleaje. Con el mismo efecto.


Hussein fue observado cuidadosamente por años por ciertos miembros de la mezquita, miembros que se reunían a rezar sin llamar la atención. Sin embargo algo los distinguía, la arruga de la frente era mas marcada en ellos y brillaba en sus ojos una intensidad poco usual. Pero se mantenían en silencio, no se sentaban juntos siquiera.

Ahmed  era uno de ellos.