El conocimiento acerca de nuestra propia finitud es atroz, insoportable. El abrumador peso existencial de semejante certeza nos impulsa en una búsqueda, probablemente inútil, de trascendencia o de permanencia. Nos rebelamos, nos enojamos y aun así, aupamos imaginerías lisérgicas que explican, a su peculiar modo, la nada, llamada muerte. Pretendemos inmortalidad, al costo de disolver la lógica en un pegote de reglas absurdas, moralidad y destino manifiesto. Pretendemos vencer el tiempo, al costo de develar el secreto de la irreversibilidad del mismo. Solipsismo denigrado en la vacuidad del ritual compartido, democratizado por la finitud de todos y cada uno, salvo las piedras.
La tribu, también la cuadra, el barrio, también el terruño, el país, todo es parte de la misma arquitectura de permanencia, sólo entre los nuestros parecería que podemos trascender. Sólo excluyendo al otro, podemos, insurrectos existenciales, afirmar lo propio. La condición humana, descripta vanamente por feroces optimistas de variada inteligencia, soslaya sin temer al ridículo esa aserción excluyente. La definición a través del otro, de la exclusión mas malévola y venenosa del otro, es que define al animal humano tribalizado y trivializado. Es la tribu, es la conciencia de ellos o nosotros, el fundamento más profundo de la identidad, el espejo en el cual el simio se mira y se reconoce distinto de otros, a sí mismo. Paradoja irreductible, si se mira a la distancia ancestral.
Un observador, de portentosas cualidades inhumanas, por supuesto, asiste, perplejo y extrañado, a los melindres fáusticos de los reverenciadores de la propia razón o sinrazón hasta el paroxismo y la exclusión o reducción al absurdo de lo ajeno.
Un observador abstracto y creado en los pliegues de la imaginación de algún iluso prologuista de realidades, pertinaz en su inexistencia, impone una lógica de martillazos. Una lógica díscola y mentirosa.
Un observador abstracto que deja la pasividad mirona y asume un poder precursor y creador desde la nada.
La arquitectura del odio tiene su primer gran factótum. Un buitre, un águila o simplemente un palo tallado. Raido por la incertidumbre y el miedo a la soledad y el silencio de la nada.
El temor a la nada, al silencio absoluto de la nada, hace medrar a los audaces. Los audaces que miran más allá y aun cuando no ven, miran como si la nada fuera el todo.
La premeditación con que se construye el supuesto universo de lo propio, intuye una mano nada holgazana, una mano interesada en un orden determinado, mas allá del horror existencial. Vencido el mismo, a fuer de mejoras en el día a día, a fuer de calor en los inviernos y preferente pan en las hambrunas, construye un relato asimétrico, en el que todo lo propio es bueno o simplemente propio. La propiedad asiste a su manifestación primaria, uno es dueño de sus terrores antes que de su tierra, luego, la tierra. El terror existencial luego es expropiado por ese poderoso de pacotilla que se dio cuenta antes que ninguno del miedo que paraliza y mueve sus alfiles administrando sabiamente ese veneno. Para expropiar la tierra y expropiar la muerte y sacralizar ambas.
Ni de eso disponemos…
Ni siquiera puedo respirar, acogotado por una realidad que abruma, aplasta y deprime, solo espero salir del horror de la impotencia. Hoy, si es posible.