Monday, December 03, 2007

EMBOSCADA

Avanzaban en la penumbra como fantasmas, solo el rudo roce de las ropas, los pasos sordos, las respiraciones entrecortadas, un paso delante de otro, la tierra pesada se adhería a las botas, haciéndolas un tonelada mas pesadas.
Las sombras se deslizaban entre los cultivos, las terrazas, un paso delante de otro, el sudor frío se acumulaba en las cejas, el peso en las correas corroía la piel de los hombros. los dientes apretados, la mente en blanco, los pies que ya no se sienten.
Un kilómetro mas, y otro..
El pelotón avanzaba, veinte pares de pies y un solo cuerpo y una sola mente, es en ese momento que toda individualidad se pierde, se actúa como un organismo.
El tiempo ayuda, no hace calor, solo el barro acumulado bajo las suelas dificultan el avance.

La salida a una emboscada estaba llena de rituales, solo los mas experimentados podían entenderlos. Lo primero, la vestimenta, todos los soldados se abrigaban lo suficiente como para pasar una noche entera en un solo lugar, inmóviles. Por otra parte todos los brillos se enmascaraban, los relojes, las placas de
identificación, todo metal brillante se eliminaba.
La segunda parte del ritual era la danza, cada soldado saltaba con el fin de descubrir si algún metal hacia ruido, o si las cantimploras estaban perfectamente llenas, ya que si no lo estaban, el ruido del agua, en la noche, sonaba como una catarata. El examen se completaba con hacer sonar la cajita de fósforos que era parte del equipo de cada uno, se suponía que no debía hacer ruido.
Solo después de una detallada revisión se lanzaban en la noche y la oscuridad se aliaba en la destrucción.

Solo en un rincón de su conciencia le quedaba espacio a C. para observar lo que lo rodeaba. La luces tenues de las aldeas le daban una idea aproximada de la distancia recorrida.

Había poca hierba y al cabo de un rato desaparecieron arboles y arbustos, y de los que habían muerto mucho tiempo atrás solo quedaban unos troncos retorcidos, rotos y ennegrecidos. Habían llegado a la desolación del Dragón, su poderoso aliento no solo destruía, sino que acababa con toda posibilidad de vida. Ese pedazo de tierra calcinada era usada una y otra vez como escenario cruel de una guerra absurda, el Dragón...
La fuerza llego al lugar de la emboscada, inmediatamente se organizo un sistema de emboscada en estrella, cada soldado se tendía mirando hacia un punto cardinal, entrecruzando sus piernas con los compañeros a su lado, con el fin de comunicarse en el mayor de los silencios.
La red se tendió en segundos, el silencio volvió al oscuro páramo, el tiempo sin pulso se deslizaba, malicioso, en los huesos entumecidos por la posición y el suelo frío.
La horas pasaban, y el cuerpo dolorido ayudaba a acelerar el ritmo de los pensamientos que comenzaban a bailotear, salvajes, por las mentes. La tierra del lugar no era exactamente cómoda, a pesar del uniforme y el abrigo extra que se traía en las mochilas, cada pliegue del terreno se incrustaba en las costillas y las piernas.
Los ojos brillaban buscando el mas tenue de los movimientos, el roce mas leve crispaba nuestros oídos y nos tensaba como arcos dispuestos al disparo.
La silueta irregular e informe del horizonte amenazaba posibles enemigos.
Nada se movía en el yermo y de cuando en cuando un negro cuervo sobrevolaba, ominoso, lanzando asperos graznidos.
Como al margen de la increíble escena de soldados al acecho, en la noche, la mente de C. estallaba en una miríada de flashes de recuerdos, de imágenes, siniestros pensamientos, de perdida, de muerte, de sangre. Sin embargo los caóticas pensamientos se ordenaban como un rompecabezas, como si después de una cacofonía ancestral, el silencio purísimo.
Una grieta en la realidad, por la que se colaban los mas primitivos sones, le llenaba el alma de violencia.
Con esos pensamientos tenebrosos, la tensa espera se quebró en pedazos, no podía pensar, el sonido seco y sibilante de los disparos, su propia alma tableteando entre sus dedos, sus ojos buscando avidamente un blanco, su cuerpo tenso, como esperando la herida mortal, pero no podía pensar, no lo habían entrenado para eso, no le hicieron repetir los ejercicios mil veces para que los razonara, sino para que los hiciera. Se dejo llevar por la violencia ciega del instante y se abandono a sus instintos.
Siempre el silencio que sigue a una refriega es chocante, unos instantes de espera y luego a comprobar la sangrienta cosecha.
Un cadáver en la noche siempre parece menos humano.
La oscuridad borra los charcos de sangre y la tierra ya saturada de sangre libanesa se traga los restos de los muertos.