Sunday, October 12, 2008
Te con Naana. Sidon 1983.
Decidió que era hora de hacer un pequeño paréntesis. Estaba profundamente cansado, lo sentía en cada hueso de su cuerpo, en cada músculo. El café sabía a mierda, el te era aceptable sólo si el azúcar superaba la proporción habitual por mas del doble. Lo único bueno era la sensación de calor descendiendo por la garganta e invadir, desde dentro y de a poco, los espacios vacíos. No era algo fácil hacerse un simple té, había que contar con cierta complicidad del cocinero, Tuvía, un hijo de inmigrantes marroquíes, siempre dispuesto al insulto fácil y a la mirada amenazadora, pero de una dulzura enorme e indestructible, sobre todo si estaba de buen humor.
La cocina siempre era un lugar improbable, con un orden militar pero con un desorden muy idiosincrático, parecía imposible que esa pequeña mesada de un metro y medio por sesenta centímetros, se prepararan alimentos para más de cien personas, tres veces por día. No, el mal humor crónico no era infundado.
Las abolladas ollas de aluminio se apilaban en los estantes de una enclenque estantería, y junto a ellas unos anónimos frascos de plástico, amarillos en su mayor parte, indistinguibles uno del otro, por lo menos para mi, que contenían los sagrados condimentos que constituían el sino de la cocina militar del Ejercito Israeli.
El invierno no había comenzado aun, sin embargo se observaban los signos sutiles de su inminencia, las hormigas acarreando frenéticamente lo que podían, las pequeñas nubes que se acumulaban en el Oeste. La neblina irrumpía en las noches, una filigrana deshojada que día a día engrosaba su curiosa lengua, cada día preanunciaba el enfriamiento inevitable. La tierra sedienta después de muchos meses del seco verano se bebe esa mezquina humedad, reverdeciendo alguna hebra de pasto y despertando las primeras semillas.
El té hervía en el cacharro abollado y manchado, Tuvía, que me miraba con inmensa conmiseración, pues sabia mi soledad, o la intuía con extraordinaria precisión, se levantó y me sirvió el liquido caliente con habilidad, dejándolo caer desde lo alto, haciendo una atractiva espuma y al mismo tiempo aireándolo, el azúcar me lo dejo a mi criterio. Eso si, unas ramitas de menta aparecieron de la nada y cayeron en el líquido humeante y espumoso y una reacción química increíble liberó los aceites esenciales de esas modestas hojas inundando el recinto del aroma del naana, menta verde y fresca. Por un brevísimo instante la esperanza retornaba, soslayando el infierno cotidiano de la guerra.