Friday, May 02, 2014

Ruidos y bytes.

Dejó el mate encima de la mesa, se arremangó dejando cubiertos los codos, así, como alcolchando el borde, dispuesto a pasar un buen rato tecleando bajo la luz mortecina de la pantalla. Lentamente las palabras fluían, pero un pensamiento atroz emergía, robusto e inamovible, en cada una las letras que el ritmo tictaqueante que marcaba esa cadencia que le permitía, a veces, articular un pensamiento por escrito. Sin embargo hoy, un pensamiento muy particular tomaba forma, se corporizaba. Imágenes de rajaduras, de grietas, de cavernas y de sequedad rota, emergían en un insidioso bloqueo que, ingrávido e infranqueable, repentinamente lo inmovilizo frente a la pantalla. Debió haber prefigurado que en algún punto, aquellas agresiones se convertirían en una malévola bola de odio siniestro, pleno de amenazas veladas, de acusaciones y de tenebrosa insidia. Debió haber previsto que una parte de su vida se deshacía, que una parte de su gente partía en un viaje que el sentía engañoso, festivo y cruel y por sobre todas las cosas, ajeno. Una mañana neblinosa en esos días turbios de principios del siglo, alarmado por una desafortunada frase que profirió un buen amigo suyo, ameritó una cuidada explicación de sus razonamientos y desconfianzas. Su amigo lo miró con extrañeza y descerrajó, sin darse cuenta de que esa frase lo convertiría en un adelantado, un pionero navegante en las aguas densas y pesadas de la descalificación personal, un comentario acerca de ser funcional a la derecha, de noventismos y de un, ah, entonces vos sos menemista… Vale aclarar que ese amigo nunca jamás pudo, sin faltar no sólo a la verdad sino a la mínima lógica del conocimiento personal, hacer ese comentario. Pero de eso se trata precisamente. Un paneo por una foto hipotética de relaciones de décadas, ya trascurridos casi once años de ese comentario premonitorio, la encuentra raleada, con borrones, manchones y huecos inexplicables, deshechos los bordes y ajados los ángulos desde donde se sostiene una foto constantemente mirada, estudiada, minuciosamente comentada y glosada por las vicisitudes de las vidas propias y ajenas, incluso por terceros que no aparecen sino como fantasmales presencias en esa foto dinámica, cambiante, pero al mismo tiempo eternizada en faldones de cariño, de historias pasadas y revividas en cada abrazo, en cada encuentro, aun cuando no se hable de ellas, la mera presencia intuye esa historia e historias. Todo ello se encuentra deshecho, revuelto, en un merengue de perplejidades que no encuentran una adecuada explicación. El mero hecho de coincidir o no con la obra o ideología de un gobierno, una formidable organización perfectamente temporal, diseñada para ser, periódicamente, cambiada sin mayores sobresaltos, ha originado una ruptura entre amigos, entre familiares, entre socios y entre personas que ni siquiera se conocen. Es perfectamente claro que el origen de esa violencia no está claro. No puede explicarse en las precariedades de un relato que no se sostiene mas que por la afirmación dogmática de ciertas cuestiones tenidas por verdaderas, pero que, en el mejor de los casos resultan dudosas. Tampoco puede explicarse en las torpezas de la disciplina, pues no es aceptable que algún supuesto jefe o cacique o lo que sea, ande imponiendo a sus extraviados amigos, que anden profiriendo una extravagante caterva de agresiones, descalificaciones y lo peor de todo, negaciones, sin una adecuada fundamentación fáctica o teórica, ideológica o lógica. Sobre todo teniendo en cuenta que no se trata de personas precisamente incultas o provistas de una docilidad inherente. Al contrario. El lenguaje corporal ha mutado en los últimos tiempos, es evidente un envaramiento, una tensión medular que recorre la espalda y el rostro de quienes se encuentran apoyando al gobierno y se encuentran frente a quien disiente, a quien se opone, mucho o poco. Tensión que cede, se diluye, trasmuta en cálida y veraniega displicencia, en fácil charla y feliz predisposición ante la certeza de la idea absoluta y compartida acerca de las verdades, sueños y anhelos del modelo. Sobre todo en esa feliz y festiva tendencia al chacoteo gastronómico, a las supuestas bondades de beneficios de minivacaciones, a increíbles mutaciones acerca de la legitimidad del reclamo obrero, o virtudes reales o no, de la economía, o una ceguera compartida sobre los fastos de un sistema penal regresivo o sobre la existencia, indiscutible e inamovible de una vasta y tenebrosa conspiración mediática, que actúa a niveles planetarios, y que planea apropiarse de todo lo bueno que existe e imponer lo malo como norma, por el mero hecho de que es malo, feo y sucio. No es con las manifestaciones externas del modelo, con quien lidiamos en esta pequeña reflexión, sino con las manifestaciones más íntimas, más personales, aquellas con entidad suficiente como para destruir treinta años de amistad, cuarenta de parentesco avenido, cincuenta o mas de tránsitos compartidos sobre una realidad complicada como la que nos depara nuestro país. Son esas pequeñas variaciones en el tono, esas durezas en los matices de las respuestas al comentario, que otrora hubieran gozado, sobre todo en espíritu opositor, de algún grado de asentimiento, o a lo sumo, en el disenso o incluso en el disenso total, de una aceptación sin demasiada trascendencia. Hoy ese disenso se traduce en una acida frase pronunciada en un rictus tenso en el rostro, en una mirada dura y altiva y, lo que es peor, en una acusación infundada de supuestas complicidades con las fuerzas más demoniacas que pudieran imaginar. Es algo increíble que una amiga de su madre, personas que compartieron la dureza de la muerte de sus respectivos esposos, casi simultáneamente, apoyándose una a la otra, ante un mail reenviado por su mama, ponderando alguna pequeña o grande razón opositora, hubiera disparado una extraordinaria retahíla de insultos, algunos de peso, incluyendo la disparatada acusación de “nazi”. Esa misma lógica se aplica a decenas y decenas de amigos que ante una imprecación opositora, disparan una siniestra ristra de amenazas, insultos y descalificaciones. Una simétrica lógica imprecadora acerca de complicidades inexistentes o de pertenencias a supuestas organizaciones tiñe la respuesta del otro lado, del opositor, aunque con una violencia menor en la mayoría de los casos. En las redes sociales esto alcanzo la máxima expresión, parecería que la distancia virtual, la lejanía que impone la pantalla y la impunidad del tecleado sin retorno, sin más dialogo que con una foto imbécil que no nos recuerda ese amor, cariño o historia que nos unió, sin ese respirar, sin esa posibilidad de ahondar en una mirada, en un abrazo oportuno o en una mano cálida que, recordada oportunamente hubiera salvado irremediablemente ese vínculo. La frialdad del ruido comunicacional, medido en bytes, megas y gigas, opaca decenas de años de cafés compartidos, asados, abrazos, lágrimas, confidencias, infidencias, complicidades y secretos que una amistad supone. Y por ello esa ruptura, esa famosa grieta, esa liquidación del lazo que uno suponía irrompible, indeclinable, insobornable por las mieles del éxito temporario, o por las inevitables lejanías que pudieran imponer, maligna y aviesamente, los éxitos permanentes o los fracasos estrepitosos y muchas veces, las mas, inevitables. El temor a que esa situación vire definitivamente hacia las aguas negras y macizas de la irreparabilidad debería mover a una cierta y oportuna reflexión, acerca de las palabras, acerca de los vínculos personales, acerca del cariño, acerca de que una identificación política no los hace cómplices de un gobierno corrupto, por un lado, ni agentes comprados por las tenebrosas fuerzas que conspiran contra la integridad de la patria, por el otro. Esta exacerbada dicotomía sólo puede repararse apelando al vínculo personal, al abrazo real, a la comida o café compartido sin las desmesuras de un teclado impune, ni la distancia que impone una foto anacrónica y, a veces, desleal con el tiempo transcurrido. Sintió que el mate estaba frio, le dolían los codos y la cabeza. Se levantó y caminó pesadamente hacia la cocina y puso la pava al fuego. Se quedó mirando las llamas azules y escuchando los rechinares del metal expandiéndose, perezoso, ante la urgencia del agua y el fuego.